Cansada de tanto dormir, aburrida de no saber que hacer, se despertó un lunes cualquiera de una semana cualquiera y miró por la ventana. El otoño había llegado, los arboles estaban vestidos de cálidos naranjas y parecían arder.
Se levantó de la cama y se preparó un café. Desde que se mudó no tenía ganas de nada, pero quedarse todo el día en la cama no ayudaba. Necesitaba despejarse, así que se vistió con lo primero que encontró y salió a pasear. Era su estación favorita del año, le encantaba como crujían las hojas a cada paso que daba. Buscó el camino que llevaba al río, era un pequeño sendero que se había formado con el paso del tiempo. Ya se oía el fluir del agua, se quito las botas, el jersey y los pantalones, y metió un pie. Se despertó de golpe, estaba congelada, pero era agradable. Se zambulló y nado a lo ancho del pequeño riachuelo. Era una delicia, allí se olvidaba de todo, los problemas no existían, los ruidos de la ciudad quedaban enmudecidos, y parecía que estaba ella sola contra el mundo, se sentía invencible.
De pronto oyó un crujido, un pequeño conejo se acercó a la orilla y se puso a beber, parecía una situación idílica, demasiado quizás. El crujido se convirtió en pitido, y el relajante ruido de las aguas en un ruido de fondo lleno de voces, portazos, y carreras.
Abrió los ojos y ya no estaba nadando en el río, no había conejo ni arboles en llamas, solo una fría y estéril habitación de hospital. No podía mover la cabeza, solo veía lo que tenia enfrente. Intentó llamar a alguien, pero ni un hilo de voz salió de su boca. No alcanzaba el timbre, y no recordaba que hacía ahí.
Una tímida lagrima de impotencia recorrió su mejilla, solo podía esperar a que alguien apareciera. Deseó estar en aquel río, entre los arboles con sus hojas teñidas de naranja, entonces cerro los ojos y se sumergió en la oscuridad, con la esperanza de que al abrirlos volviera a estar nadando entre las frías aguas.
Se levantó de la cama y se preparó un café. Desde que se mudó no tenía ganas de nada, pero quedarse todo el día en la cama no ayudaba. Necesitaba despejarse, así que se vistió con lo primero que encontró y salió a pasear. Era su estación favorita del año, le encantaba como crujían las hojas a cada paso que daba. Buscó el camino que llevaba al río, era un pequeño sendero que se había formado con el paso del tiempo. Ya se oía el fluir del agua, se quito las botas, el jersey y los pantalones, y metió un pie. Se despertó de golpe, estaba congelada, pero era agradable. Se zambulló y nado a lo ancho del pequeño riachuelo. Era una delicia, allí se olvidaba de todo, los problemas no existían, los ruidos de la ciudad quedaban enmudecidos, y parecía que estaba ella sola contra el mundo, se sentía invencible.
De pronto oyó un crujido, un pequeño conejo se acercó a la orilla y se puso a beber, parecía una situación idílica, demasiado quizás. El crujido se convirtió en pitido, y el relajante ruido de las aguas en un ruido de fondo lleno de voces, portazos, y carreras.
Abrió los ojos y ya no estaba nadando en el río, no había conejo ni arboles en llamas, solo una fría y estéril habitación de hospital. No podía mover la cabeza, solo veía lo que tenia enfrente. Intentó llamar a alguien, pero ni un hilo de voz salió de su boca. No alcanzaba el timbre, y no recordaba que hacía ahí.
Una tímida lagrima de impotencia recorrió su mejilla, solo podía esperar a que alguien apareciera. Deseó estar en aquel río, entre los arboles con sus hojas teñidas de naranja, entonces cerro los ojos y se sumergió en la oscuridad, con la esperanza de que al abrirlos volviera a estar nadando entre las frías aguas.
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