Las lágrimas empañaban sus ojos mientras intentaba escribir
la carta, le temblaba el pulso y no reconocía su propia letra, pero no podía
dejar de escribir, no pensaba en lo que decía, simplemente se vaciaba sobre el
papel.
Escribía todo aquello que querría haberle dicho, todas
aquellas cosas que sabía que no podría, todos aquellos momentos que le
habría gustado poder compartir y que ahora sería imposible.
Estaba enfadada, se sentía impotente, no había nada que ella
pudiera hacer, y sabía que enfadarse no serviría de nada, que nada iba a
cambiar, pero no lo podía evitar, hasta sentía odio, odio por dejarla sola, por
esa escueta despedida, por esos últimos momentos compartidos que le habría gustado
que no terminaran nunca. Todo ese tiempo en su compañía le parecía tan poco… Le
habría gustado hacer las cosas de otra manera, enfadarse por menos estupideces,
hablar de todos los temas que siempre había pensado que ya tendrían tiempo de
abordar, haberse sentido menos celosa y haber disfrutado más en su compañía.
Pero ahora ya era tarde, ya no podía cambiar el pasado, y el
futuro, el futuro ahora ya era inexistente, ya no habría un futuro, ya no
podría preguntarle su opinión, pero había tomado una determinación, ¿Por qué no
iba a poder preguntarle cualquier cosa? ¿Por qué no iba a compartir sus
tristezas y alegrías? Le escribiría cartas, cartas interminables donde la haría
participe de todo lo que pasara en su vida, y se las haría llegar, estaba
segura de que las leería, reiría y lloraría con ella, y esperaría su respuesta,
esa que sabía que nunca llegaría por escrito, pero contestar… contestaría
seguro.
Esta era la primera carta, la primera de las muchas que
pensaba escribir, siempre le gustó explicarse por escrito, le pareció un gesto
romántico poder conservar las palabras de la persona amada, esas que si se
dicen se las puede llevar el viento y no volverlas a oír…
La estaba terminando, estaba llena de borrones por las
lágrimas, la letra era casi ilegible y no había una sola línea recta, pero no
quiso pasarla a limpio. Se despidió, firmó y la metió en un sobre.
Se lavó bien la cara, las lágrimas y los restos de maquillaje
emborronado. Se sirvió un café y volvió a la mesa. Se quedó un rato pensando en
todo lo que había escrito y en la desesperación
de su despedida, se decidió, la cogió y la guardó en el cajón. Ella lo
entendería perfectamente.